En esta reflexión, vamos a poner atención en 2 aspectos con los que nos enfrentamos durante el viaje, que se encuentran muy relacionados. Aquellos cosas que “van quedando atrás”, y las “transformaciones” por las que atravesamos.
Comenzando por la primera, nos referimos a objetos, personas o circunstancias que ya no están presentes o disponibles para nosotros en este momento.
Pueden haber dos razones para ello. O lo hemos “perdido” o lo hemos “soltado”. La diferencia parece darse porque en el primer caso, no ha sido nuestra elección, mientras que en la segunda, si.
Es por ello que frente a la pérdida surge la emoción de la tristeza. Y dicha emoción nos informa que hemos perdido algo que no solamente era de valor para nosotros, sino que además, nos encontrábamos totalmente apegados a ello. Reflexionemos un poco sobre nuestros apegos.
Uno de los factores que, según mi mirada, colaboran a la formación de los apegos, es la ilusión de “permanencia”. En efecto, si nos vamos de vacaciones al Caribe, cuando llega el momento de volver a casa no nos “aferramos” a la puerta de la habitación del hotel o al volante del lujoso automóvil que hemos alquilado. Y la razón de ello, es porque éramos plenamente conscientes de que estábamos disfrutando de un muy lindo momento que desde el instante en que lo planificamos tenía fecha de inicio y de finalización. Después de todo, en el hotel nos llaman “pasajeros”, porque de eso se trata. De una experiencia breve y efímera.
Y si bien es cierto que podemos sentir a veces alguna “melancolía” cuando éste período de nuestras vidas llega a su final, ello no nos ha impedido disfrutar del mismo y hasta agradecer el hecho de haberlo podido realizar. Es más, a nuestro regreso, comentamos con nuestros amigos, vecinos y compañeros de trabajo los momentos salientes de nuestras vacaciones.
Cuando una relación de noviazgo termina, extraviamos algún objeto, perdemos un trabajo o fallece un ser querido, adicional a la pena completamente normal por la pérdida, aparece una “resistencia” a aceptar lo ocurrido. Y esa dificultad para aceptar lo ocurrido aumenta a mi criterio la tristeza que nos invade. Todo potenciado, además, porque muy posiblemente hemos tenido la “ilusión” de que aquello que nos provoca la dicha nos acompañará “siempre”, o al menos que esa pérdida ocurrirá dentro de mucho tiempo.
Y cuando la pérdida acontece nos vemos “sorprendidos y dolidos” por lo imprevisto e injusto de la situación. “¿Por qué me pasó esto a mí?”, suele ser una pregunta que he escuchado en sesiones de coaching muchas veces. ¿Por qué no habría de pasarnos esto a cualquiera de nosotros? La vida misma es frágil y breve. Simplemente no nos gusta pensar en ello. El dolor y la angustia suelen ser difíciles de soportar.
Por supuesto que mi intención no es decirle a los demás cómo vivir sus pérdidas. Simplemente me permito compartir con ustedes mis propias reflexiones sobre cómo he resuelto experimentar las mías (soy el único sobreviviente de mi familia de origen).
Hoy, a mi edad, soy más consciente de lo efímero e impermanente que es todo. Pero ello no me impide disfrutar y agradecer todas las posibilidades que la vida me presenta, y durante el tiempo que esto ocurra. Por el contrario, dicha conciencia me ha permitido apreciar circunstancias que en otros momentos de mi vida hubieran pasado desapercibidas. En pocas palabras, voy aprendiendo a enfocarme en la abundancia y no en la escasez, pues he notado que tengo mucho más que agradecer que lamentar.
Nisargadatta Maharaj solía decir que “entre las orillas del dolor y el placer fluye el río de la vida. Solo cuando la mente se niega a fluir con la vida y se estanca en las orillas se convierte en problema.”
Este sabio se refería justamente a nuestros apegos.
Distinto es cuando elegimos “soltar”. Soltar algo cuando estamos apegados es experimentado como un sacrificio. Pero cuando soltamos algo a lo que ya no le vemos valor o significado, es un proceso gradual y natural que termina ocurriendo prácticamente sin esfuerzo.
Y justamente eso es lo que nos lleva al segundo punto: La transformación.
¿La transformación de qué? De la conciencia acerca de quién y cómo he estado siendo hasta ese momento. En efecto, no es que el objeto, la relación o la circunstancia hayan “perdido” el valor que alguna vez tuvieron. Es que nos damos cuenta que nunca lo tuvieron. Como ya mencioné anteriormente, nosotros mismos le “añadimos” temporalmente esa cualidad. Y así como lo hicimos en su momento, pues después simplemente dejamos de hacerlo y vemos las cosas como son. Como dice el refrán, “basta con volver a un lugar que hace mucho que no visitamos, para ver cuánto hemos cambiado” (eso es especialmente cierto cuando volvemos a leer un libro, mucho tiempo después).
Todo esto que mencionamos son acontecimientos que no solamente ocurren en la vida, sino que forman parte de la vida misma. Y este momento en el que hemos soltado “lo viejo”, es el momento en el que nos preparamos para lo “nuevo”. ¿A qué nos referimos con “nuevo”? Que se trata de un proceso de transformación interior que nos abre las puerta a lo “desconocido”.
Y como todo lo desconocido nos genera temor, es que dudamos entre volver a lo ya conocido, o con coraje dar un paso adelante y continuar con el viaje.
Tal vez el lector ya comience a tener un atisbo de lo que pueda está por venir. Cuando hablamos de transformación nunca se refiere a lo “externo” a nosotros. Se trata de un cambio de aquellas características que han constituido nuestra propia identidad. Aquella con la que nos hemos identificado hasta el presente.
Estamos atravesando lo que para la oruga es la transformación de su “apariencia”, pero que para nosotros se trata de nuestra verdadera identidad. No es que nuestra esencia haya cambiado. Ella siempre estuvo allí presente. Simplemente hemos comenzado a cambiar nuestra confusión o ignorancia, por el conocimiento de nuestro verdadero “Ser”.
Como decía Alan Watts (*) “Despertar a quien eres requiere dejar ir a quien te imaginas ser”. Pero para profundizar y comprender lo que esto significa, volveremos a ello más adelante.
Mientras tanto, sin olvidar que ya estoy en el “atardecer” de mi vida, sigo adelante por el camino, disfrutando de la belleza de los “amaneceres” (**) que la vida todavía me regala.
Hasta la próxima!
(*) Alan Wilson Watts fue un filósofo británico, así como editor, sacerdote anglicano, locutor, decano, escritor, conferenciante y experto en religión. Se le conoce sobre todo por su labor como intérprete y popularizador de las filosofías asiáticas para la audiencia occidental.
(**) Escuché alguna vez, que “Amanecer” proviene de “Ama Nacer”. Que no es otra cosa que hacer que cada día cuente en el “largo” camino de regreso a casa.
Autor: Santiago María Guerrero (Santiago es coach y facilitador, fue profesor de los Posgrados PIDE y DBA)