Corría el mes de enero de aquellos años noventas que
marcaron la vida de muchos argentinos. El sol estaba en su esplendor, la
temperatura era muy agradable, plena época de vacaciones escolares y de
piscinas repletas. Me encontraba subido a una escalera tratando de arreglar un
toldo, principal producto de mi primer emprendimiento, una franquicia de una
empresa mediana, nacional y pionera que se había atrevido a formar una cadena
de franquicias. Me había hecho franquiciado después de haber pasado por la
gerencia comercial durante un año.
Una nota en revista Panorama sobre mi emprendimiento |
Todavía no sé cómo empezó todo, cuál fue el disparador, si el sol reflejado en el agua de la piscina de ese hermoso chalet, de un Country de la zona de Pacheco, si las sonrisas de los hijos de la dueña de casa, si las de sus amigas, si el clima de diversión, si la dificultad para poder arreglar el desperfecto del toldo, o la falta de pericia para hacerlo, no lo sé.
Pero sé, bien que sé... que subido al último peldaño de
aquella escalera, desde donde se podía ver con otra perspectiva, al estilo de
“La sociedad de los poetas muertos”, repentinamente, una pregunta retumbó en mi
cabeza. Me hizo quedar unos segundos paralizado, una eternidad como lo percibí
en ese entonces: ¿Qué estoy haciendo acá?
Inquieto por esa pregunta que me atravesaba, aseguré con una
soga los brazos y la lona de aquel toldo, bajé de la escalera, saludé a la
anfitriona, cargue mis herramientas en la camioneta y me fui de allí. Le
aseguré que el día lunes, sin falta, vendría un técnico a resolver su problema.
Arriba de una escalera, contando el momento del click |
Abandoné el country, llegué a mi negocio, guardé todos los
elementos, cerré la puerta y me dirigí a mi hogar pensando mil cosas a la vez.
Era un torbellino de ideas y preguntas: ¿qué quería que me deparara la vida
dentro unos años?, ¿cuáles eran mis sueños?, ¿dónde quería llegar?, ¿cómo
quisiera verme en el futuro?, ¿qué me gustaría que dijesen de mí? Sin saberlo
esa tarde comenzaba a construir mi propio destino, mi propia visión, mi propio
sueño.
Cuando llegué a casa me serví un trago, me senté en mi
sillón preferido, tomé una hojita de papel y una birome que descansaban sobre
el equipo de música. Me coloqué los auriculares y empecé a escuchar a Queen,
sus “Greatest Hits”. Hasta el día de hoy sigo sin comprender, si fue la música,
la penumbra, el alcohol, o la angustia de no saber qué vida quería para mí.
Pero esa hoja de papel se empezó a llenar de respuestas de lo que quería ser en
el futuro, cuando fuera grande, cuando fuera más grande. Y comencé a escribir
cosas, algunas muy precisas y otras solo expresiones de deseos. De ahí salió
esta lista, desordenada, como mi cabeza en esa aura de alcohol y música:
Quiero dar clases, escribir, divulgar el Management, conocer México, viajar a España, comprarme otro departamento, mudarme a un lugar donde pudiera ver el cielo, formar un equipo de investigadores del Management, conocer EE.UU., Europa, ser especialista en estrategia, armar una Consultora en Estrategia y Management, conocer París, el sur y el norte de mi país, encontrar el amor, enseñarle a mi hijo ciertos valores, ...
La lista llevó casi dos páginas, un par de copas y varios
himnos de Queen.
Todo camino comienza con un primer paso, así que el lunes
siguiente a primera hora fui a la Universidad de Belgrano con mi CV bajo el
brazo. Por esas cosas de la vida se encontraba mi mentor de la Universidad de
Buenos Aires. A las dos semanas estaba dando clase de Management, como lo decía
el primer ítem de mi lista.
Pasaron los años, formé colaboradores, me asocié con
ex-compañeros de facultad, creé mi consultora con mi mejor amigo, armé equipos,
tuve clientes, empecé a viajar, conocí casi todo mi país del sur al norte, del
este al oeste, viajé a Europa, me enamoré.
Hoy puedo decir que he logrado mis objetivos, soy un ser
humano feliz, cada uno de esos deseos fueron cumplidos. ¿Seguro fueron
cumplidos? El destino siempre nos guarda sorpresas.
Hace un mes viajé a Puebla, México, al decimotercer Congreso
de Estrategia que organizó SLADE (Sociedad Latinoamericana de Estrategia) de la
cual soy miembro y director internacional. Antes de viajar también me mudé, con
todos los trámites y horas invertidas que eso significa, y durante la mudanza
ocurrió algo. En una de las tantas cajas llena de esos recuerdos que uno nunca
vuelve a ver pero que nunca los tira, desván de fotos viejas y papeles ajados
por el tiempo. Fue ahí donde encontré una hojita de papel cuadriculado, escrita
de los dos lados, los primeros renglones ordenados y los últimos muy
desencajados con una letra temblorosa. La vi y la volví a tirar al fondo de la
caja, y la caja al fondo del desván y me fui a dormir.
La noche me recibió con un corso de sueños y pesadillas. A
la mañana siguiente me desperté inquieto, me levanté raudamente, ansioso por un
desvarío demandante de lo encontrado la noche anterior. Mi curiosidad me urgía
a descubrir que decía esa hojita de aquel cuaderno Gloria con aspecto de papiro
o bollito de basura que había tirado nuevamente al fondo de la caja la noche
anterior. La volví a buscar. La abrí. Mi corazón palpitaba y se aceleraba. La
leí nuevamente, y hubo algo en esa lista armada con la nebulosa del alcohol y
la semblanza de la música hacia veintipico años que me llamó la atención: en
esa lista todo estaba cumplido, aparentemente, pero había algo que pasó
desapercibido en la primera lectura. Por esas cosas de lo aleatorio de nuestra
memoria y el azar del destino, algo se había extraviado en el recuerdo, oculto
caprichosamente en el tercer renglón de esa lista: nunca había viajado a México.
Cuando llegué al aeropuerto de la ciudad de México no sentí
nada inusual comparado con mis otros viajes. Tomé un micro hacia la ciudad de
Puebla, donde se iba a desarrollar el congreso. Al arribar al hotel donde me
hospedaba, fui rápido a preparar los últimos retoques de mi ponencia.
Al otro día tomé un taxi para ir al centro de la ciudad. En
el camino le conté mi historia del tercer renglón al taxista, él
me agradeció por elegir su país como último hito del camino de objetivos, y me
dijo “usted no puede pasar por México y no conocer Cholula”. Qué bueno, me dije
y bajé del auto. Al hacerlo me encontré con dos agentes y les pregunté por los
lugares históricos que debía ver al ser mi primera vez en su ciudad. Les conté
mi historia, y no solo me escucharon sino que me agradecieron y me acompañaron
a la iglesia principal: la Catedral de Nuestra Señora de la Inmaculada Concepción. Más tarde conocí también la capilla del Rosario, la calle de los dulces y el paseo de los artesanos. Caminaba por las calles de esa tranquila
ciudad, disfrutando de su belleza y su novedad para mí.
Nuevo día, nuevo taxi y partí hacia Cholula: recorrí sus
calles, sus iglesias, sus pasadizos secretos, sus ruinas arqueológicas. Por
último fui al centro del pueblo donde entré al convento de San Gabriel, de más de
400 años. Estaba repleto de familias, padres con sus hijos, bebes y ancianos,
escuchando un sermón. Fue en ese momento donde en mí explotó la emoción domada. Mis
ojos no pudieron contener más mis lágrimas y lloré, lloré de felicidad: había
cumplido finalmente aquel sueño olvidado del tercer renglón de esa hojita de
aquel cuaderno Gloria con aspecto de papiro o bollito de basura.
En el Convento de San Gabriel, el círculo va cerrando empujado por la emoción |
Hacía veintitantos años que me había trazado un rumbo, había
tenido un sueño, y sin darme cuenta estaba haciéndolo realidad en pleno corazón
de México. Yo encontré el propósito, lo demás… lo demás fue solo pasión y
vivir.
Fernando Cerutti