15 de octubre de 2010

Un tweet ignorado ayer se me perdió

Los que empezamos hace poco a interactuar a través de estas herramientas maravillosas que son las redes sociales, todavía no sabemos bien cómo funcionan y su comprensión tiene la dificultad propia de los nuevos paradigmas. Pero este llamado “2.0” no tiene un objetivo específico, porque el mismo es la creación de y en la red, la multiplicación de los nodos nos debe llevar a generar valor para nosotros y/o para la misma red.

Hoy salió en Página 12, un artículo que cuenta que la mayoría de los tuits (70%) se pierden en el camino, no tienen repercusión entre los participantes de la red. Parece ser que, de cada 10 tuits que mandás sólo 3 tiene algún tipo de reacción: a) te pueden retuitear (RT), b) te pueden contestar (@fcerutti), c) te pueden mandan un mensaje directo (DM) o d) pueden cliquear en tu link, y en este caso es posible que no te enteres. El 23% te responderá una vez, pero si esperas que te manden dos respuestas este porcentaje bajará a 10,7%. Únicamente un 6% retuiteará tu mensaje (RT @fcerutti). Como verán la tasa de mortandad en esta red es muy alta.

Por último se le agrega otro dato estadístico, este rendimiento social del mensaje en Twitter ocurre en un 92% durante la primera hora, y más allá de ese tiempo tus tuits van desvaneciéndose en los confines del espacio.

Las cinco “C” de la Estrategia para entornos 2.0


En una encuesta que hicimos el año pasado a través de la red social LinkedIn pedimos que definieran con cinco palabras a la Estrategia en el Paradigma 2.0. Recibimos más de 60 respuestas, las que una vez analizadas las agrupamos en estos cinco conceptos: Conversación, Comunicación, Compartir, Colaboración, y Comunidad. 

Volviendo a nuestros Tuits, insertos lógicamente en una red social, para ser efectivos, para que creen valor para la propia red, deberían mantener estas condiciones típicas de este paradigma:
  • Conversar en un accionar recursivo donde el “ida y vuelta” se transforme en una charla como si lo hicieras en un living u oficina.
  • Comunicar permanentemente, agregando y chequeando información novedosa, útil para tomar decisiones y aprender.
  • Compartir información, conocimientos y recursos propios y de otros miembros de la red para desarrollar vínculos.
  • Colaborar con tus seguidores y con aquellos a los que seguís para resolver situaciones emergentes y generar proyectos conjuntos.
  • Crear Comunidad, a través de conversar, comunicar, compartir y colaborar, en el tiempo y formando relaciones de largo plazo, mutuamente valiosas y expansivas. 

Si lográs ir haciendo todas estas cosas es más posible que tus tuits no se pierdan y necesites menos salir a buscarlos, porque alguien te estará retroalimentando para empezar a crear realidades.

¿Qué te parece? ¿Nos encontramos en las redes para seguir conversándolo?

  • Dejá tu comentario abajo del artículo.


Fernando Cerutti

29 de agosto de 2010

Las 50 marcas más valiosas

Las empresas de la tercera ola son las protagonistas a la hora de evaluar compañías por su valor de marca.

Es sorprendente como se observa una migración de valor de manera universal de la segunda ola industrial (Alvin Toffler) a la tercera ola de la información. Los rivales tecnológicos son los que mantienen una lucha simbólica por esos primeros puestos, agregándose la eterna Coca-Cola como un rival muy difícil de roer.

El estudio se realizó sobre marcas que fueran globales y éstas son consideradas así si tienen alguna presencia importante en Estados Unidos, es por esto que el listado no muestra marcas españolas ni latinoamericanas. 

El listado de las "Top Fifty Brands" está dominado por la IT en un 30%, y en los cinco primeros puestos sólo dos empresas tienen más de cincuenta años, las demás son jóvenes. 

La metodología para incorporar la mejores cincuenta que utilizó Forbes fue poner la mirada en las ganancias de la empresas antes de impuestos en los últimos tres años, además de ponderar el rol que juega cada marca en su sector específico.


El conocimiento, la capacidad de globalizarse y las trayectorias de marca conforman factores clave de la estrategia empresarial, que impactan fuertemente en el valor de los negocios. 


1. Apple: 57.400 millones de dólares



2. Microsoft: 56.600 millones de dólares



3. Coca-Cola: 55.400 millones de dólares


4. IBM: 43.000 millones de dólares


5. Google: 39.700 millones de dólares


Las siguientes posiciones:

6.   McDonald's (35.900 millones de dólares)
7. General Electric (33.700 millones de dólares)
8. Marlboro (29.100 millones de dólares)
9. Intel (28.600 millones de dólares)
10. Nokia (27.400 millones de dólares)
11. Toyota  24.100 millones de dólares
12. Cisco (23.900 millones de dólares)
13. Vodafone (23.500 millones de dólares)
14. HP (23.400 millones de dólares)
15. AT&T (22.000 millones de dólares)
16. BMW (19.900 millones de dólares)
17. Oracle (19.800 millones de dólares)
18. Louis Vuitton (19.000 millones de dólares)
19. Mercedes (18.800 millones de dólares)
20. Disney (18.500 millones de dólares)



Lic. Fernando Cerutti

12 de agosto de 2010

Estrategia de Canales de Distribucion

Como parte de las actividades complementarias que estamos intentando promover desde el Posgrado en Management Estratégico, tuvimos una visita especial para ver un tema no habitual en nuestra currícula.

El visitante fue Ignacio Sbampato, exalumno del Diplomado Internacional en Management Estratégico, quien actualmente es CEO de ESET Latinoamérica. Ignacio vino a hablar de un tema estratégico para su empresa: la Gestión de los Canales de Distribución. 

Este tópico no se encuentra muy bien cubierto dentro de la bibliografía en castellano y en la aplicación a productos digitales es aún más limitado lo que puede hallarse, por lo cual la exposición de Ignacio tuvo mucho de su experiencia particular, con sus iniciativas, conflictos y aprendizajes.

Como el manejo de la distribución y la interacción con los distribuidores constituye parte esencial del modelo de negocios de la empresa, la discusión que se armó con los alumnos fue muy variada, dinámica y participativa. Cómo resolver los problemas vigentes, cómo ver otros posibles, las razones para escoger una estrategia en particular y las derivaciones sobre la forma de hacer negocios fueron varios de los disparadores que motivaron el debate. 



Acá está la presentación completa de Ignacio para que puedan revisarla y dejar sus comentarios. Gracias por compartir!




Fernando Cerutti

31 de julio de 2010

Elogio del Idealismo II

Esta es la segunda parte y última de los mejores extractos sobre el concepto de "ideal" de José Ingenieros, que empezáramos hace unos días, tomados de su libro "El hombre mediocre".
Esperamos que lo sigan disfrutando, aprehendiendo otras posibilidades, otros caminos de desarrollo para construir(se) una visión...
- Mariano Morresi 


En la evolución humana, los ideales se mantienen en equilibrio inestable. Todo mejoramiento real es precedido por conatos y tanteos de pensadores audaces, puestos en tensión hacia él, rebeldes al pasado, aunque sin la intensidad necesaria para violentarlo; esa lucha es un reflujo perpetuo entre lo más concebido y lo menos realizado. Por eso los idealistas son forzosamente inquietos, como todo lo que vive, como la vida misma; contra la tendencia apacible de los rutinarios, cuya estabilidad parece inercia de muerte.

Los idealistas suelen ser esquivos o rebeldes a los dogmatismos sociales que los oprimen. Resisten la tiranía del engranaje nivelador, aborrecen toda coacción, sienten el peso de los honores con que se intenta domesticarlos y hacerlos cómplices de los intereses creados, dóciles maleables, solidarios, uniformes en la común mediocridad.

Todo idealismo es exagerado, necesita serlo. Y debe ser cálido su idioma, como si desbordara la personalidad sobre lo impersonal; el pensamiento sin calor es muerto, frío, carece de estilo, no tiene firma. Jamás fueron tibios los genios, los santos y los héroes. Para crear una partícula de Verdad, de Virtud o de Belleza, se requiere un esfuerzo original y violento contra alguna rutina o prejuicio; como para dar una lección de dignidad hay que desgoznar algún servilismo. Todo ideal es, instintivamente, extremoso; debe serlo a sabiendas, si es menester, pues pronto se rebaja al refractarse en la mediocridad de los más.

Las rebeldías románticas son embotadas por la experiencia: ella enfrena muchas impetuosidades falaces y da a los ideales más sólida firmeza. Las lecciones de la realidad no matan al idealista: lo educan. Su afán de perfección tórnase más centrípeto y digno, busca los caminos propicios, aprende a salvar las asechanzas que la mediocridad le tiende. Cuando la fuerza de las cosas se sobrepone a su personal inquietud y los dogmatismos sociales cohíben sus esfuerzos por enderezarlos, su idealismo tórnase experimental. No puede doblar la realidad a sus ideales, pero los defiende de ella, procurando salvarlos de toda mengua o envilecimiento.

El temperamento individualista llega a negar el principio de autoridad, se substrae a los prejuicios, desacata cualquiera imposición, desdeña las jerarquías independientes del mérito.

(Epicteto) Enseñó a distinguir, en toda cosa, lo que depende y lo que no depende de nosotros. Lo primero nadie puede cohibirlo; lo demás está subordinado a fuerzas extrañas. Colocar el Ideal en lo que depende de nosotros y ser indiferente a lo demás: he ahí una fórmula para el idealismo experimental.

Nuestra vida no es digna de ser vivida sino cuando la ennoblece algún ideal: los más altos placeres son inherentes a proponerse una perfección y perseguirla. Las existencias vegetativas no tienen biografía: en la historia de su sociedad sólo vive el que deja rastros en las cosas o en los espíritus. La vida vale por el uso que de ella hacemos, por las obras que realizamos. No ha vivido más el que cuenta más años, sino el que ha sentido mejor un ideal; las canas denuncian la vejez, pero no dicen cuánta juventud la precedió. La medida social del hombre está en la duración de sus obras: la inmortalidad es el privilegio de quienes las hacen sobrevivientes a los siglos, y por ellas se mide.

Vivir es aprender, para ignorar menos; es amar, para vincularnos a una parte mayor de humanidad; es admirar, para compartir las excelencias de la naturaleza y de los hombres; es un esfuerzo por mejorarse, un incesante afán de elevación hacia ideales definidos.

Lo que ayer fue ideal contra una rutina, será mañana rutina, a su vez, contra otro ideal. Indefinidamente, porque la perfectibilidad es indefinida.

El hombre sin ideales hace del arte un oficio, de la ciencia un comercio, de la filosofía un instrumento, de la virtud una empresa, de la caridad una fiesta, del placer un sensualismo.

El hombre de mérito se adelanta a su tiempo, la pupila puesta en un ideal; se impone dominando, iluminando, fustigando, en plena luz, a cara descubierta, sin humillarse, ajeno a todos los embozamientos del servilismo y de la intriga.

La concepción teórica de un ideal moral más elevado, de una etapa a pasar, no basta; se necesita una emoción poderosa que haga obrar y, por contagio, comunique a los otros su propio élan. El avance es proporcional a lo que se siente y no a lo que se piensa

Entre nieblas que alternativamente se espesan y se disipan, la humanidad asciende sin reposo hacia remotas cumbres. Los más las ignoran; pocos elegidos pueden verlas y poner allí su ideal, aspirando aproximársele. Orientadas por la exigua constelación de visionarios, las generaciones remontan desde la rutina hacia Verdades cada vez menos inexactas y desde el prejuicio hacia las Virtudes cada vez menos imperfectas.

Los caracteres excelentes ascienden a la propia dignidad nadando contra todas las corrientes rebajadoras, cuyo reflujo resisten con tesón (…) Su personalidad es todo brillo y arista: “Firmeza y luz, como cristal de roca”, breves palabras que sintetizan su definición perfecta (…) Han creado su vida y servido un Ideal, perseverando en la ruta, sintiéndose dueños de sus acciones, templándose por grandes esfuerzos: seguros en sus creencias, leales a sus afectos, fieles a su palabra. Nunca se obstinan en el error, ni traicionan jamás a la verdad. Ignoran el impudor de la inconstancia y la insolencia de la ingratitud. Pujan contra los obstáculos y afrontan las dificultades. Son respetuosos en la victoria y se dignifican en la derrota como si para ellos la belleza estuviera en la lid y no en su resultado. Siempre, invariablemente, ponen la mirada alto y lejos; tras lo actual fugitivo divisan un Ideal más respetable cuanto más distante (…) Poseen una firme línea moral que les sirve de esqueleto o armadura. Son alguien. Su fisonomía es la propia y no puede ser de nadie más; son inconfundibles, capaces de imprimir su sello indeleble en mil iniciativas fecundas (…) Son los verdaderos amos de la sociedad, los que agreden el pasado y preparan el porvenir, los que destruyen y plasman. Son los actores del drama social, con energía inagotable. Poseen el don de resistir a la rutina y pueden librarse de su tiranía niveladora. Por ellos la Humanidad vive y progresa. Son siempre excesivos; centuplican las cualidades que los demás sólo poseen en germen. La hipertrofia de una idea o de una pasión los hace inadaptables de su medio, exagerando su pujanza; mas, para la sociedad, realizan una función armónica y vital. Sin ellos se inmovilizaría el progreso humano, estancándose como velero sorprendido en alta mar por la bonanza.

Los caracteres excelentes son indomesticables: tienen su norte puesto en su Ideal. Su "firmeza" los sostiene; su "luz" los guía.

Pensar es vivir. Todo ideal humano implica una asociación sistemática de la moral y de la voluntad, haciendo converger a su objeto los más vehementes anhelos de perfección.

Los hombres sin ideales son incapaces de resistir las asechanzas de hartazgos materiales sembrados en su camino.

Cuando un ideal de perfección impulsa a ser mejores, ese culto de los propios méritos consolida en los hombres la dignidad.

La insuficiencia del esfuerzo equivale a la desorientación del impulso: el mérito de las acciones se mide por el afán que cuestan y no por sus resultados. Sin coraje no hay honor. Todas sus formas implican dignidad y virtud. Con su ayuda los sabios acometen la exploración de lo ignoto, los moralistas minan las sórdidas fuentes del mal, los osados se arriesgan para violar la altura y la extensión, los justos se adiamantan en la fortuna adversa, los firmes resisten la tentación y los severos el vicio, los mártires van a la hoguera por desenmascarar una hipocresía, los santos mueren por un Ideal. Para anhelar una perfección es indispensable. "El coraje -sentenció Lamartine- es la primera de las elocuencias, es la elocuencia del carácter". Noble decir. El que aspira a ser águila debe mirar lejos y volar alto; el que se resigna a arrastrarse como un gusano renuncia al derecho de protestar si lo aplastan.

El portador de un ideal va por caminos rectos, sin reparar que sean ásperos y abruptos. (…) tiene sinceridades que dan escalofríos a los hipócritas de su tiempo y dice la verdad en tal personal estilo que sólo puede ser palabra suya; tolera en los demás errores sinceros, recordando los propios; se encrespa ante las bajezas, pronunciando palabras que tienen ritmos de Apocalipsis y eficacia de catapulta; cree en sí mismo y en sus ideales, sin pactar con los prejuicios y los dogmas de cuántos le acosan con furor, de todos los costados.

La fe es la fuerza del genio. Para imantar a una era necesita amar su Ideal y transformarlo en pasión (…) La intensa cultura no entibia a los visionarios: su vida entera es una fe en acción. Saben que los caminos más escarpados llevan más alto. Nada emprenden que no estén decididos a concluir. Las resistencias son espolazos que los incitan a perseverar; aunque nubarrones de escepticismo ensombrezcan su cielo, son, en definitiva, optimistas y creyentes: cuando sonríen, fácilmente se adivina el ascua crepitante bajo su ironía. Mientras el hombre sin ideales ríndese en la primera escaramuza, el genio se apodera del obstáculo, lo provoca, lo cultiva, como si en él pusiera su orgullo y su gloria: con igual vehemencia la llama acosa al objeto que la obstruye, hasta encenderlo, para agrandarse a sí misma.

25 de julio de 2010

Nuevo proyecto: Blog de Economia en Universia

Tenemos el gusto de contarles que nuestro trabajo en la red se expande. Hemos comenzado en el mes de abril una colaboración con Universia, para encargarnos del Blog de Economía

Este blog está bajo la órbita académica del DIME (Diplomado Internacional en Management Estratégico), coordinado por Fernando Cerutti & Mariano Morresi.

Nuestra intención con este proyecto complementario es incluir temáticas que suelen quedar fuera del Blog de Management Estratégico, como informes y estudios de economía y sociedad, artículos de autores importantes, videos de formación y extras para descontracturar. Tiene también otras notas propias. Las secciones son las siguientes:



Algunas de las notas más leidas y que nos gustaría recomendar son las siguientes:




Sobre Universia



Universia es la mayor red de cooperación y colaboración universitaria de habla hispana y portuguesa del mundo. Está pensada como una red al servicio de la modernización de la docencia y la investigación. Desde su creación en 2000, se han incorporado 1.100 universidades a este ambicioso proyecto de educación superior, que extiende su ámbito de actuación a 23 países.
Sus líneas de trabajo son formación, empleo, observatorio para el futuro de la ciencia y la educación superior y redes sociales. 
Cuenta con Comunidades para Preuniversitarios, Universitarios, Graduados, Docentes e Investigadores.
Tiene Contenidos sobre Universidades, Estudios, Bibliotecas, Internacionales y Empresas.
Incorpora Servicios como Buscador de Carreras, Becas, Agenda, Comparto depto., Empleos y Clasificados.
Ha construito Alianzas con Wharton, NextWave, MIT OCW, Business Review, Cervantes Virtual y GeorgeTown.
Tiene presencia Interactiva a través de Universia.tv, varios Blogs y Foros de discusión. 
Realiza ferias de empleos y de posgrados. 

20 de julio de 2010

Elogio del Idealismo I

Volver a viejos autores es tomar carrera para despegar de nuevo. Buscando inspiración para hablar del sentido de la visión, encontramos en las cavilaciones de José Ingenieros un terreno fértil. Su concepto del "ideal" está muy emparentado con el propósito y la fuerza que queremos darle a la visión, tanto la empresaria como la personal.
Los siguientes textos están tomados de su obra "El hombre mediocre" que fervientemente recomendamos leer y dejarse llevar su potencia, intentando abandonar esos rasgos mediocres en que seguramente nos veamos reflejados, para acercarse al ser idealista. La percepción y el cambio tienen que ver con nuestros modelos mentales. 
- Mariano Morresi




Cuando pones la proa visionaria hacia una estrella y tiendes el ala hacia tal excelsitud inasible, afanoso de perfección y rebelde a la mediocridad, llevas en ti el resorte misterioso de un ideal. Es ascua sagrada, capaz de templarte para grandes acciones. Custódiala; si la dejas apagar no se reciente jamás. Y si ella muere en ti, quedas inerte: bazofia humana. Sólo vives por esa partícula de ensueño que te sobre pone a lo real. Ella es el lis de tu blasón, el penacho de tu temperamento.

El Ideal es un gesto del espíritu hacia alguna perfección.

Los ideales de perfección, fundados en la experiencia social y evolutivos como ella misma, constituirán la íntima trabazón de una doctrina de la perfectibilidad indefinida, propicia a todas las posibilidades de enaltecimiento humano.

Un ideal no es una fórmula muerta, sino una hipótesis perfectible; para que sirva, debe ser concebida así, actuante en función de la vida social que incesantemente deviene. La imaginación, partiendo de la experiencia, anticipa juicios acerca de futuros perfeccionamientos: los ideales, entre todas las creencias, representan el resultado más alto de la función de pensar.

Un hombre, un grupo o una raza son idealistas porque circunstancias propicias determinan su imaginación a concebir perfeccionamientos posibles.

Evolucionar es variar (…) Toda variación es adquirida por temperamentos predispuestos; las variaciones útiles tienden a conservarse. La experiencia determina la formación natural de conceptos genéricos, cada vez más sintéticos; la imaginación abstrae de éstos ciertos caracteres comunes, elaborando ideas generales que pueden ser hipótesis acerca del incesante devenir: así se forman los ideales que para el hombre, son normativos de la conducta en consonancia con sus hipótesis. Ellos no son apriorísticos, sino inducidos de una vasta experiencia; sobre ella se empina la imaginación para prever el sentido en que varía la humanidad. Todo ideal representa un nuevo estado de equilibrio entre el pasado y el porvenir.

Los ideales pueden no ser verdades; son creencias. Su fuerza estriba en sus elementos afectivos: influyen sobre nuestra conducta en la medida en que los creemos. Por eso la representación abstracta de las variaciones futuras adquiere un valor moral: las más provechosas a la especie son concebidas como perfeccionamientos. Lo futuro se  identifica con lo perfecto. Y los ideales, por ser visiones anticipadas de lo venidero,  influyen sobre la conducta y son el instrumento natural de todo progreso humano.

Mientras la instrucción se limita a extender las nociones que la experiencia actual considera más exactas, la educación consiste en sugerir los ideales que presumen propicios a la perfección.

A medida que la experiencia humana se amplía, observando la realidad, los ideales son modificados por la imaginación, que es plástica y no reposa jamás. Experiencia e imaginación siguen vías paralelas, aunque va muy retardada aquélla respeto de ésta. La hipótesis vuela, el hecho camina; a veces el ala rumbea mal, el pie pisa siempre en firme; pero el vuelo puede rectificarse, mientras el paso no puede volar nunca.

La imaginación es madre de toda originalidad; deformando lo real hacia su perfección, ella crea los ideales y les da impulso con el ilusorio sentimiento de la libertad; el libre albedrío es un error útil para la gestación de los ideales.

En todo ideal, sea cual fuere el orden a cuyo perfeccionamiento tienda, hay un principio de síntesis y de continuidad: “es una idea fija o una emoción fija”. Como propulsores de la actividad humana, se equivalen y se implican recíprocamente, aunque en la primera predomina el razonamiento y en la segunda la pasión. “Ese principio de unidad, centro de atracción y punto de apoyo de todo trabajo de la imaginación creadora, es decir, de una síntesis subjetiva que tiende a objetivarse, es el ideal”, dijo Ribot.

Son siempre individuales. Un ideal colectivo es la coincidencia de muchos individuos en un mismo afán de perfección. No es que una “idea” los acomune sino que análoga manera de sentir y de pensar convergen hacia un “ideal” común a todos ellos.

Cada ideal puede encarnarse en un genio; al principio, mientras él lo define o lo plasma, sólo es comprendido por el pequeño núcleo de espíritus sensibles al ritmo de la nueva creencia.

Todo ideal es una fe en la posibilidad misma de la perfección. En su protesta involuntaria contra lo malo se revela siempre una indestructible esperanza de lo mejor; en su agresión al pasado fermenta una sana levadura de porvenir.

(El ideal) No es un fin, sino un camino. Es relativo siempre, como toda creencia. La intensidad con que tiende a realizarse no depende de su verdad efectiva, sino de la que se le atribuye.

La experiencia, sólo ella, decide sobre la legitimidad de los ideales, en cada tiempo y lugar.  Mientras la experiencia no da su fallo, todo ideal es respetable, aunque parezca absurdo. Y es útil por su fuerza de contraste; si es falso muere solo, no daña, todo ideal por ser una creencia, puede contener una parte de error o serlo totalmente: es una visión remota y por lo tanto expuesta a ser inexacta. Lo único malo es carecer de ideales y esclavizarse a las contingencias de la vida práctica inmediata, renunciando a la posibilidad de la perfección moral.

Los ideales están en perpetuo devenir, como las formas de la realidad a que se anticipan. La imaginación los construye observando la naturaleza, como un resultado de la experiencia; pero una vez formados ya no están en ella, son anticipaciones de ella, viven sobre ella para señalar su futuro. Y cuando la realidad evoluciona hacia un ideal antes previsto, la imaginación se aparta nuevamente de la realidad, aleja de ella al ideal, proporcionalmente. La realidad nunca puede igualar al ensueño en esa perpetua persecución de la quimera. El ideal es un límite: toda realidad es una "dimensión variable" que puede acercársele indefinidamente, sin alcanzarlo nunca. Por mucho que lo "variable" se acerque a su "límite", se concibe que podría acercársele más; sólo se confunden en el infinito.

Todo ideal es siempre relativo a una imperfecta realidad presente.

Sin ideales sería inexplicable la evolución humana. Los hubo y los habrá siempre. Palpitan detrás de todo esfuerzo magnífico realizado por un hombre o por un pueblo. Son faros sucesivos en la evolución mental de los individuos y de las razas. La imaginación los enciende sobrepasando continuamente a la experiencia, anticipándose a sus resultados. Ésa es la ley del devenir humano: los acontecimientos, yermos de suyo para la mente humana, reciben vida y calor de los ideales, sin cuya influencia yacerían inertes y los siglos serían mudos. Los hechos son puntos de partida; los ideales son faros luminosos que de trecho en trecho alumbran la ruta. La historia de la civilización muestra una infinita inquietud de perfecciones, que grandes hombres presienten, anuncian o simbolizan. Frente a esos heraldos, en cada momento de la peregrinación humana se advierte una fuerza que obstruye todos los senderos: la mediocridad, que es una incapacidad de ideales.

Al idealismo dogmático que los antiguos metafísicos pusieron en las "ideas" absolutas y apriorísticas, oponemos un idealismo experimental que se refiere a los "ideales" de perfección, incesantemente renovados, plásticos, evolutivos como la vida misma.

Los más poseen una experiencia sumisa al pasado: rutinas, prejuicios, domesticidades. Pocos elegidos varían, avanzando sobre el porvenir; al revés de Anteo, que tocando el suelo cobraba alientos nuevos, los toman clavando sus pupilas en las constelaciones lejanas y de apariencia inaccesible. Esos hombres, predispuestos a emanciparse de su rebaño, buscando alguna perfección más allá de lo actual, son los "idealistas". La unidad del género no depende del contenido intrínseco de sus ideales sino de su temperamento: se es idealista persiguiendo las quimeras más contradictorias, siempre que ellas impliquen un sincero afán de enaltecimiento. Cualquiera. Los espíritus afiebrados por algún ideal son adversarios de la mediocridad: soñadores contra los utilitarios, entusiastas contra los apáticos, generosos contra los calculistas, indisciplinados contra los dogmáticos. Son alguien o algo contra los que no son nadie ni nada. Todo idealista es un hombre cualitativo: posee un sentido de las diferencias que le permite distinguir entre lo malo que observa, y lo mejor que imagina. Los hombres sin ideales son cuantitativos; pueden apreciar el más y el menos, pero nunca distinguen lo mejor de lo peor.

Sin ideales sería inconcebible el progreso. El culto del "hombre práctico", limitado a las contingencias del presente, importa un renunciar a toda imperfección. El hábito organiza la rutina y nada crea hacia el porvenir; sólo de los imaginativos espera la ciencia sus hipótesis, el arte su vuelo, la moral sus ejemplos, la historia sus páginas luminosas (…) Todo porvenir ha sido una creación de los hombres capaces de presentirlo, concretándolo en infinita sucesión de ideales. Más ha hecho la imaginación construyendo sin tregua, que el cálculo destruyendo sin descanso. (…) no quiere esto decir que la imaginación excluya la experiencia: ésta es útil, pero sin aquélla es estéril. Los idealistas aspiran a conjugar en su mente la inspiración y la sabiduría; por eso, con frecuencia, viven trabados por su espíritu crítico cuando los caldea una emoción lírica y ésta les nubla la vista cuando observan la realidad. Del equilibrio entre la inspiración y la sabiduría nace el genio. En las grandes horas de una raza o de un hombre, la inspiración es indispensable para crear; esa chispa se enciende en la imaginación y la experiencia la convierte en hoguera. Todo idealismo es, por eso, un afán de cultura intensa: cuenta entre sus enemigos más audaces a la ignorancia, madrastra de obstinadas rutinas.

La humanidad no llega hasta donde quieren los idealistas en cada perfección particular; pero siempre llega más allá de donde habría ido sin su esfuerzo. Un objetivo que huye ante ellos se convierte en estímulo para perseguir nuevas quimeras. Lo poco que pueden todos, depende de lo mucho que algunos anhelan.

Continuará...

18 de junio de 2010

In Memoriam: José Saramago - Discurso de Aceptación del Premio Nobel (1998)

El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir. A las cuatro de la madrugada, cuando la promesa de un nuevo día aún venía por tierras de Francia, se levantaba del catre y salía al campo, llevando hasta el pasto la media docena de cerdas de cuya fertilidad se alimentaban él y la mujer.
Vivían de esta escasez mis abuelos maternos, de la pequeña cría de cerdos que después del desmame eran vendidos a los vecinos de la aldea. Azinhaga era su nombre, en la provincia del Ribatejo. Se llamaban Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha esos abuelos, y eran analfabetos uno y otro. En el invierno, cuando el frío de la noche apretaba hasta el punto de que el agua de los cántaros se helaba dentro de la casa, recogían de las pocilgas a los lechones más débiles y se los llevaban a su cama.
Debajo de las mantas ásperas, el calor de los humanos libraba a los animalillos de una muerte cierta. Aunque fuera gente de buen carácter, no era por primores de alma compasiva por lo que los dos viejos procedían así: lo que les preocupaba, sin sentimentalismos ni retóricas, era proteger su pan de cada día, con la naturalidad de quien, para mantener la vida, no aprendió a pensar mucho más de lo que es indispensable.
Ayudé muchas veces a éste mi abuelo Jerónimo en sus andanzas de pastor, cavé muchas veces la tierra del huerto anejo a la casa y corté leña para la lumbre, muchas veces, dando vueltas y vueltas a la gran rueda de hierro que accionaba la bomba, hice subir agua del pozo comunitario y la transporté al hombro, muchas veces, a escondidas de los guardas de las cosechas, fui con mi abuela, también de madrugada, pertrechados de rastrillo, paño y cuerda, a recoger en los rastrojos la paja suelta que después habría de servir para lecho del ganado.
Y algunas veces, en noches calientes de verano, después de la cena, mi abuelo me decía: "José, hoy vamos a dormir los dos debajo de la higuera". Había otras dos higueras, pero aquélla, ciertamente por ser la mayor, por ser la más antigua, por ser la de siempre, era, para todas las personas de la casa, la higuera.
Más o menos por antonomasia, palabra erudita que sólo muchos años después acabaría conociendo y sabiendo lo que significaba. En medio de la paz nocturna, entre las ramas altas del árbol, una estrella se me aparecía, y después, lentamente, se escondía detrás de una hoja, y, mirando en otra dirección, tal como un río corriendo en silencio por el cielo cóncavo, surgía la claridad traslúcida de la Vía Láctea, el camino de Santiago, como todavía le llamábamos en la aldea.
Mientras el sueño llegaba, la noche se poblaba con las historias y los sucesos que mi abuelo iba contando: leyendas, apariciones, asombros, episodios singulares, muertes antiguas, escaramuzas de palo y piedra, palabras de antepasados, un incansable rumor de memorias que me mantenía despierto, al mismo que suavemente me acunaba.
Nunca supe si él se callaba cuando descubría que me había dormido, o si seguía hablando para no dejar a medias la respuesta a la pregunta que invariablemente le hacía en las pausas más demoradas que él, calculadamente, le introducía en el relato: "¿Y después?".
Tal vez repitiese las historias para sí mismo, quizá para no olvidarlas, quizá para enriquecerlas con peripecias nuevas. En aquella edad mía y en aquel tiempo de todos nosotros, no será necesario decir que yo imaginaba que mi abuelo Jerónimo era señor de toda la ciencia del mundo.
Cuando, con la primera luz de la mañana, el canto de los pájaros me despertaba, él ya no estaba allí, se había ido al campo con sus animales, dejándome dormir. Entonces me levantaba, doblaba la manta, y, descalzo (en la aldea anduve siempre descalzo hasta los catorce años), todavía con pajas enredadas en el pelo, pasaba de la parte cultivada del huerto a la otra, donde se encontraban las pocilgas, al lado de la casa.
Mi abuela, ya en pie desde antes que mi abuelo, me ponía delante un tazón de café con trozos de pan y me preguntaba si había dormido bien. Si le contaba algún mal sueño nacido de las historias del abuelo, ella siempre me tranquilizaba: "No hagas caso, en sueños no hay firmeza".
Pensaba entonces que mi abuela, aunque también fuese una mujer muy sabia, no alcanzaba las alturas de mi abuelo, ése que, tumbado debajo de la higuera, con el nieto José al lado, era capaz de poner el universo en movimiento apenas con dos palabras. Muchos años después, cuando mi abuelo ya se había ido de este mundo y yo era un hombre hecho, llegué a comprender que la abuela, también ella, creía en los sueños.
Otra cosa no podría significar que, estando sentada una noche, ante la puerta de su pobre casa, donde entonces vivía sola, mirando las estrellas mayores y menores de encima de su cabeza, hubiese dicho estas palabras: "El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir". No dijo miedo de morir, dijo pena de morir, como si la vida de pesadilla y continuo trabajo que había sido la suya, en aquel momento casi final, estuviese recibiendo la gracia de una suprema y última despedida, el consuelo de la belleza revelada.
Estaba sentada a la puerta de una casa, como no creo que haya habido alguna otra en el mundo, porque en ella vivió gente capaz de dormir con cerdos como si fuesen sus propios hijos, gente que tenía pena de irse de la vida sólo porque el mundo era bonito, gente, y ése fue mi abuelo Jerónimo, pastor y contador de historias, que, al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver.
Muchos años después, escribiendo por primera vez sobre éste mi abuelo Jerónimo y ésta mi abuela Josefa (me ha faltado decir que ella había sido, según cuantos la conocieron de joven, de una belleza inusual), tuve conciencia de que estaba transformando las personas comunes que habían sido en personajes literarios y que ésa era, probablemente, la manera de no olvidarlos, dibujando y volviendo a dibujar sus rostros con el lápiz siempre cambiante del recuerdo, coloreando e iluminando la monotonía de un cotidiano opaco y sin horizontes, como quien va recreando sobre el inestable mapa de la memoria, la irrealidad sobrenatural del país en que decidió pasar a vivir.
La misma actitud de espíritu que, después de haber evocado la fascinante y enigmática figura de un cierto bisabuelo berebere, me llevaría a describir más o menos en estos términos un viejo retrato (hoy ya con casi ochenta años) donde mis padres aparecen. "Están los dos de pie, bellos y jóvenes, de frente ante el fotógrafo, mostrando en el rostro una expresión de solemne gravedad que es tal vez temor delante de la cámara, en el instante en que el objetivo va a fijar de uno y del otro la imagen que nunca más volverán a tener, porque el día siguiente será implacablemente otro día.
Mi madre apoya el codo derecho en una alta columna y sostiene en la mano izquierda, caída a lo largo del cuerpo, una flor. Mi padre pasa el brazo por la espalda de mi madre y su mano callosa aparece sobre el hombro de ella como un ala. Ambos pisan tímidos una alfombra floreada. La tela que sirve de fondo postizo al retrato muestra unas difusas e incongruentes arquitecturas neoclásicas". Y terminaba: "Tendría que llegar el día en que contaría estas cosas. Nada de esto tiene importancia a no ser para mí. Un abuelo berebere, llegando del norte de Africa, otro abuelo pastor de cerdos, una abuela maravillosamente bella, unos padres graves y hermosos, una flor en un retrato ¿qué otra genealogía puede importarme? ¿en qué mejor árbol me apoyaría?".
Escribí estas palabras hace casi treinta años sin otra intención que no fuese reconstituir y registrar instantes de la vida de las personas que me engendraron y que estuvieron más cerca de mí, pensando que no necesitaría explicar nada más para que se supiese de dónde vengo y de qué materiales se hizo la persona que comencé siendo y ésta en que poco a poco me he convertido.
Ahora descubro que estaba equivocado, la biología no determina todo y en cuanto a la genética, muy misteriosos habrán sido sus caminos para haber dado una vuelta tan larga. A mi árbol genealógico (perdóneseme la presunción de designarlo así, siendo tan menguada la sustancia de su savia) no le faltaban sólo algunas de aquellas ramas que el tiempo y los sucesivos encuentros de la vida van desgajando del tronco central.
También le faltaba quien ayudase a sus raíces a penetrar hasta las capas subterráneas más profundas, quien apurase la consistencia y el sabor de sus frutos, quien ampliase y robusteciese su copa para hacer de ella abrigo de aves migratorias y amparo de nidos. Al pintar a mis padres y a mis abuelos con tintas de literatura, transformándolos de las simples personas de carne y hueso que habían sido, en personajes nuevamente y de otro modo constructores de mi vida, estaba, sin darme cuenta, trazando el camino por donde los personajes que habría de inventar, los otros, los efectivamente literarios, fabricarían y traerían los materiales y las herramientas que, finalmente, en lo bueno y en lo menos bueno, en lo bastante y en lo insuficiente, en lo ganado y en lo perdido, en aquello que es defecto pero también en aquello que es exceso, acabarían haciendo de mí la persona en que hoy me reconozco: creador de esos personajes y al mismo tiempo criatura de ellos.
En cierto sentido se podría decir que, letra a letra, palabra a palabra, página a página, libro a libro, he venido, sucesivamente, implantando en el hombre que fui los personajes que creé. Considero que sin ellos no sería la persona que hoy soy, sin ellos tal vez mi vida no hubiese logrado ser más que un esbozo impreciso, una promesa como tantas otras que de promesa no consiguieron pasar, la existencia de alguien que tal vez pudiese haber sido y no llegó a ser.
Ahora soy capaz de ver con claridad quiénes fueron mis maestros de vida, los que más intensamente me enseñaron el duro oficio de vivir, esas decenas de personajes de novela y de teatro que en este momento veo desfilar ante mis ojos, esos hombres y esas mujeres, hechos de papel y de tinta, esa gente que yo creía que iba guiando de acuerdo con mis conveniencias de narrador y obedeciendo a mi voluntad de autor, como títeres articulados cuyas acciones no pudiesen tener más efecto en mí que el peso soportado y la tensión de los hilos con que los movía.
De esos maestros el primero fue, sin duda, un mediocre pintor de retratos que designé simplemente por la letra H., protagonista de una historia a la que creo razonable llamar de doble iniciación (la de él, pero también, de algún modo, la del autor del libro, protagonista de una historia titulada "Manual de pintura y caligrafía", que me enseñó la honradez elemental de reconocer y acatar, sin resentimientos ni frustraciones, sus propios límites: sin poder ni ambicionar aventurarme más allá de mi pequeño terreno de cultivo, me quedaba la posibilidad de cavar hacia el fondo, hacia abajo, hacia las raíces.
Las mías, pero también las del mundo, si podía permitirme una ambición tan desmedida. No me compete a mí, claro está, evaluar el mérito del resultado de los esfuerzos realizados, pero creo que es hoy patente que todo mi trabajo, de ahí para adelante, obedeció a ese propósito y a ese principio.
Vinieron después los hombres y las mujeres del Alentejo, aquella misma hermandad de condenados de la tierra a que pertenecieron mi abuelo Jerónimo y mi abuela Josefa, campesinos rudos obligados a alquilar la fuerza de los brazos a cambio de un salario y de condiciones de trabajo que sólo merecerían el nombre de infames. Cobrando por menos que nada una vida a la que los seres cultos y civilizados que nos preciamos de ser llamamos, según las ocasiones, preciosa, sagrada y sublime.
Gente popular que conocí, engañada por una Iglesia tan cómplice como beneficiaria del poder del Estado y de los terratenientes latifundistas, gente permanentemente vigilada por la policía, gente, cuántas y cuántas veces, víctima inocente de las arbitrariedades de una justicia falsa. Tres generaciones de una familia de campesinos, los Mau-Tempo, desde el comienzo del siglo hasta la Revolución de Abril de 1974 que derrumbó la dictadura, pasan por esa novela a la que di el título de "Alzado del suelo" y fue con tales hombres y mujeres del suelo levantados, personas reales primero, figuras de ficción después, con las que aprendí a ser paciente, a confiar y a entregarme al tiempo, a ese tiempo que simultáneamente nos va construyendo y destruyendo para de nuevo construirnos y otra vez destruirnos.
No tengo la seguridad de haber asimilado de manera satisfactoria aquello que la dureza de las experiencias tornó virtud en esas mujeres y en esos hombres: una actitud naturalmente estoica ante la vida. Teniendo en cuenta, sin embargo, que la lección recibida, pasados más de veinte años, permanece intacta en mi memoria, que todos los días la siento presente en mi espíritu como una insistente convocatoria, no he perdido, hasta ahora, la esperanza de llegar a ser un poco más merecedor de la grandeza de los ejemplos de dignidad que me fueron propuestos en la inmensidad de las planicies del Alentejo. El tiempo lo dirá.
¿Qué otras lecciones podría yo recibir de un portugués que vivió en el siglo XVI, que compuso las "Rimas" y las glorias, los naufragios y los desencantos patrios de "Os Lusíadas", que fue un genio poético absoluto, el mayor de nuestra literatura, por mucho que eso pese a Fernando Pessoa, que a sí mismo se proclamó como el Super-Camoens de ella? Ninguna lección a mi alcance, ninguna lección que yo fuese capaz de aprender salvo la más simple que me podría ser ofrecida por el hombre Luis Vaz de Camoens en su más profunda humanidad, por ejemplo, la humildad orgullosa de un autor que va llamando a todas las puertas en busca de quien esté dispuesto a publicar el libro que escribió, sufriendo por eso el desprecio de los ignorantes de sangre y de casta, la indiferencia desdeñosa de un rey y de su compañía de poderosos, el escarnio con que desde siempre el mundo ha recibido la visita de los poetas, de los visionarios y de los locos.
Al menos una vez en la vida, todos los autores tuvieron o tendrán que ser Luis de Camoens, aunque no escriban las redondillas de "Sobolos rios". Entre hidalgos de la corte y censores del Santo Oficio, entre los amores de antaño y las desilusiones de la vejez prematura, entre el dolor de escribir y la alegría de haber escrito, fue a este hombre enfermo que regresa pobre de la India, adonde muchos sólo iban para enriquecerse, fue a este soldado ciego de un ojo y golpeado en el alma, fue a este seductor sin fortuna que no volverá nunca más a perturbar los sentidos de las damas de palacio, a quien yo puse a vivir en el teatro en el escenario de la pieza de teatro llamada "Que farei con este livro?" ("¿Qué haré con este libro?"), en cuyo final resuena otra pregunta, aquélla que importa verdaderamente, aquélla que nunca sabremos si alguna vez llegará a tener respuesta suficiente: "¿Qué haréis con este libro?".
Humildad orgullosa fue ésa de llevar debajo del brazo una obra maestra y verse injustamente rechazado por el mundo. Humildad orgullosa también, y obstinada, esta de querer saber para qué servirán mañana los libros que vamos escribiendo hoy, y luego dudar que consigan perdurar largamente (¿hasta cuándo?) las razones tranquilizadoras que quizá nos estén siendo dadas o que estamos dándonos a nosotros mismos. Nadie se engaña mejor que cuando consiente que lo engañen otros.
Se aproxima ahora un hombre que dejó la mano izquierda en la guerra y una mujer que vino al mundo con el misterioso poder de ver lo que hay detrás de la piel de las personas. El se llama Baltasar Mateus y tiene el apodo de Siete-Soles, a ella la conocen por Bilmunda, y también por el apodo de Siete-Lunas que le fue añadido después porque está escrito que donde haya un sol habrá una luna y que sólo la presencia conjunta de uno y otro tornará habitable, por el amor, la tierra.
Se aproxima también un padre jesuita llamado Bartolmeu que inventó una máquina capaz de subir al cielo y volar sin otro combustible que no sea la voluntad humana, ésa que según se viene diciendo, todo lo puede, aunque no pudo, o no supo, o no quiso, hasta hoy, ser el sol y la luna de la simple bondad o del todavía más simple respeto. Sontres locos portugueses del siglo XVIII en un tiempo y en un país donde florecieron las supersticiones y las hogueras de la Inquisición, donde la vanidad y la megalomanía de un rey hicieron levantar un convento, un palacio y una basílica que asombrarían al mundo exterior, en el caso poco probable de que ese mundo tuviera ojos bastantes para ver a Portugal, tal como sabemos que los tenía Bilmunda para ver lo que escondido estaba. Y también se aproxima una multitud de millares y millares de hombres con las manos sucias y callosas, con el cuerpo exhausto de haber levantado, durante años sin fin, piedra a piedra, los muros implacables del convento, las alas enormes del palacio, las columnas y las pilastras, los aéreos campanarios, la cúpula de la basílica suspendida sobre el vacío.
Los sonidos que estamos oyendo son del clavicornio del Doménico Scarlatti, que no sabe si debe reír o llorar. Esta es la historia del "Memorial del convento", un libro en que el aprendiz de autor, gracias a lo que le venía siendo enseñado desde el antiguo tiempo de sus abuelos Jerónimo y Josefa, consiguió escribir palabras como éstas, donde no está ausente alguna poesía: "Además de la conversación de las mujeres son los sueños los que sostienen al mundo en su órbita. Pero son también los sueños los que le hacen una corona de lunas, por eso el cielo es el resplandor que hay dentro de la cabeza de los hombres si no es la cabeza de los hombres el propio y único cielo". Que así sea. 
De las lecciones de poesía, sabía ya alguna cosa el adolescente, aprendidas en sus libros de texto cuando, en una escuela de enseñanza profesional de Lisboa, andaba preparándose para el oficio que ejerció en el comienzo de su vida de trabajo: el de mecánico cerrajero. Tuvo también buenos maestros del arte poético en las largas horas nocturnas que pasó en bibliotecas públicas, leyendo al azar de encuentros y de catálogos, sin orientación, sin alguien que le aconsejase, con el mismo asombro creador del navegante que va inventando cada lugar que descubre.
Pero fue en la biblioteca de la escuela industrial donde "El año de la muerte de Ricardo Reis" comenzó a ser escrito. Allí encontró un día el joven aprendiz de cerrajero (tendría entonces 17 años) una revista - "Atena" era el título - en que había poemas firmados con aquel nombre y, naturalmente, siendo tan mal conocedor de la cartografía literaria de su país, pensó que existía en Portugal un poeta que se llamaba así: Ricardo Reis.
No tardó mucho tiempo en saber que el poeta propiamente dicho había sido un tal Fernando Nogueira Pessoa que firmaba poemas con nombres de poetas inexistentes nacidos en su cabeza y a quien llamaba heterónimos, palabra que no constaba en los diccionarios de la época, por eso costó tanto trabajo al aprendiz de las letras saber lo que ella significaba. Aprendió de memoria muchos poemas de Ricardo Reis ("Para ser grande sê inteiro/Põe quanto és no mínimo que fazes"), pero no podía resignarse, a pesar de tan joven e ignorante, a que un espíritu superior hubiese podido concebir, sin remordimiento, este verso cruel: "Sábio é o que se contenta com o espectáculo do mundo". Mucho, mucho tiempo después, el aprendiz de escritor ya con el pelo blanco y un poco más sabio de sus propias sabidurías se atrevió a escribir una novela para mostrar al poeta de las "Odas" algo de lo que era el espectáculo del mundo en ese año de 1936 en que lo puso a vivir sus últimos días: la ocupación de la Renania por el Ejército nazi, la guerra de Franco contra la República española, la creación por Salazar de las milicias fascistas portuguesas. Fue como si estuviese diciéndole: "He ahí el espectáculo del mundo, mi poeta de las amarguras serenas y del escepticismo elegante. Disfruta, goza, contempla, ya que estar sentado es tu sabiduría". 
"El año de la muerte de Ricardo Reis" terminaba con unas palabras elancólicas: "Aquí donde el mar acabó y la tierra espera". Por tanto no habría más descubrimientos para Portugal, sólo como destino una espera infinita de futuros ni siquiera imaginables: el fado de costumbre, la saudade de siempre y poco más. Entonces el aprendiz imaginó que tal vez hubiese una manera de volver a lanzar los barcos al agua, por ejemplo mover la propia tierra y ponerla a navegar mar adentro.
Fruto inmediato del resentimiento colectivo portugués por los desdenes históricos de Europa (sería más exacto decir fruto de mi resentimiento personal), la novela que entonces escribí - "La balsa de piedra" - separó del continente europeo a toda la Península Ibérica, transformándola en una gran isla fluctuante, moviéndose sin remos ni velas, ni hélices, en dirección al Sur del mundo, "masa de piedra y tierra cubierta de ciudades, aldeas, ríos, bosques, fábricas, bosques bravíos, campos cultivados, con su gente y sus animales", camino de una utopía nueva: el encuentro cultural de los pueblos peninsulares con los pueblos del otro lado del Atlántico, desafiando así, a tanto se atrevió mi estrategia, el dominio sofocante que los Estados Unidos de la América del Norte vienen ejerciendo en aquellos parajes.
Una visión dos veces utópica entendería esta ficción política como una metáfora mucho más generosa y humana: que Europa, toda ella, deberá trasladarse hacia el Sur a fin de, en descuento de sus abusos coloniales antiguos y modernos, ayudar a equilibrar el mundo. Es decir Europa finalmente como ética. Los personajes de "La balsa de piedra" - dos mujeres, tres hombres y un perro - viajan incansablemente a través de la Península mientras ella va surcando el océano. El mundo está cambiando y ellos saben que deben buscar en sí mismos las personas nuevas en que se convertirán (sin olvidar al perro que no es un perro como los otros). Eso les basta. Se acordó entonces el aprendiz que en tiempos de su vida había hecho algunas revisiones de pruebas de libros y que si en "La balsa de piedra" hizo, por decirlo así, revisión del futuro, no estaría mal que revisara ahora el pasado inventando una novela que se llamaría "História do Cerco de Lisboa", en la que un revisor trabajando un libro del mismo título, aunque de historia, y cansado de ver cómo la citada historia cada vez es menos capaz de sorprender, decidió poner en lugar de un "sí" un "no", subvirtiendo la autoridad de las "verdades históricas".
Raimundo Silva, así se llamaba el revisor, es un hombre simple, vulgar, que sólo se distingue de la mayoría por creer que todas las cosas tienen su lado visible y su lado invisible y que no sabremos nada de ellas, mientras no les hayamos dado la vuelta completa. De eso precisamente trata una conversación que tiene con el historiador. Así: "Le recuerdo que los revisores ya vieron mucho de literatura y vida, Mi libro, se lo recuerdo, es de historia. No es propósito mío apuntar otras contradicciones, profesor, en mi opinión todo cuanto no sea vida es literatura.
La historia también. La historia sobre todo, sin querer ofender. Y la pintura, y la música. La música va resistiéndose desde que nació, unas veces va y otras viene, quiere librarse de la palabra, supongo que por envidia, pero regresa siempre a la obediencia. Y la pintura, mire, la pintura no es más que literatura hecha con pinceles. Espero que no se haya olvidado de que la humanidad comenzó pintando mucho antes de saber escribir. Conoce el refrán, si no tienes perro caza con el gato, o dicho de otramanera, quien no puede escribir, pinta, o dibuja, es lo que hacen los niños. Lo que usted quiere decir, con otras palabras, es que la literatura ya existía antes de haber nacido, sí señor, como el hombre, con otras palabras, antes de serlo ya lo era.
Me parece que usted equivocó la vocación, debería ser historiador. Me falta preparación profesor, qué puede un simple hombre hacer sin preparación, mucha suerte he tenido viniendo al mundo con la genética organizada, pero, por decirlo así, en estado bruto, y después sin más pulimento que las primeras letras que se quedaron como únicas. Podía presentarse como autodidacta producto de su digno esfuerzo, no es ninguna vergüenza, antiguamente la sociedad estaba orgullosa de sus autodidactas.
Eso se acabó, vino el desarrollo y se acabó, los autodidactas son vistos con malos ojos, sólo los que escriben versos o historias para distraer están autorizados a ser autodidactas, pero yo para la creación literaria no tengo habilidad. Entonces métase a filósofo. Usted es un humorista, cultiva la ironía, me pregunto cómo se dedicó a la historia, siendo ella tan grave y profunda ciencia. Soy irónico sólo en la vida real. Ya me parecía a mí que la historia no es la vida real, literatura sí, y nada más. Pero la historia fue vida real en el tiempo en que todavía no se le podía llamar historia. Entonces usted cree, profesor, que la historia es la vida real. Lo creo, sí.
Que la historia fue vida real, quiero decir. No tengo la menor duda. Qué sería de nosotros si el deleatur que todo lo borra no existiese, suspiró el revisor". Escusado será añadir que el aprendiz aprendió con Raimundo Silva la lección de la duda. Ya era hora.
Fue probablemente este aprendizaje de la duda el que le llevó, dos años más tarde, a escribir "El Evangelio según Jesucristo". Es cierto, y él lo ha dicho, que las palabras del título le surgieron por efecto de una ilusión óptica, pero es legítimo que nos interroguemos si no habría sido el sereno ejemplo del revisor el que, en ese tiempo, le anduvo preparando el terreno de donde habría de brotar la nueva novela. Esta vez no se trataba de mirar por detrás de las páginas del "Nuevo Testamento" a la búsqueda de contradicciones, sino de iluminar con una luz rasante la superficie de esas páginas, como se hace con una pintura para resaltarle los relieves, las señales de paso, la oscuridad de las depresiones.
Fue así como el aprendiz, ahora rodeado de personajes evangélicos, leyó, como si fuese la primera vez, la descripción de la matanza de los Inocentes y, habiendo leído, no comprendió. No comprendió que pudiese haber mártires de una religión que aún tendría que esperar treinta años para que su fundador pronunciase la primera palabra de ella, no comprendió que no hubiese salvado la vida de los niños de Belén precisamente la única persona que lo podría haber hecho, no comprendió la ausencia, en José, de un sentimiento mínimo de responsabilidad, de remordimiento, de culpa o siquiera de curiosidad, después de volver de Egipto con su familia.
Ni se podrá argumentar en defensa de la causa que fue necesario que los niños de Belén murieran para que pudiese salvarse la vida de Jesús: El simple sentido común, que a todas las cosas, tanto a las humanas como a las divinas, debería presidir, está ahí para recordarnos que Dios no enviaría a su hijo a la Tierra con el encargo de redimir los pecados de la humanidad, para que muriera a los dos años de edad degollado por un soldado de Herodes. En ese Evangelio escrito por el aprendiz con el respeto que merecen los grandes dramas, José será consciente de su culpa, aceptará el remordimiento en castigo de la falta que cometió y se dejará conducir a la muerte casi sin resistencia, como si eso le faltase todavía para liquidar sus cuenta con el mundo.
"El Evangelio" del aprendiz no es, por tanto, una leyenda edificante más de bienaventurados y de dioses, sino la historia de unos cuantos seres humanos sujetos a un poder contra el cual luchan, pero al que no pueden vencer. Jesús, que heredará las sandalias con las que su padre había pisado el polvo de los caminos de la tierra, también heredará de él el sentimiento trágico de la responsabilidad y de ella la culpa que nunca lo abandonará, incluso cuando levante la voz desde lo alto de la cruz: "Hombres, perdonadle, porque él no sabe lo que hizo", refiriéndose al Dios que lo llevó hasta allí, aunque quien sabe si recordando todavía, en es última agonía, a su padre auténtico, aquel que en la carne y en la sangre, humanamente, lo engendró.
Como se ve, el aprendiz ya había hecho un largo viaje cuando en el herético evangelio escribió las últimas palabras del diálogo en el templo entre Jesús y el escriba: "La culpa es un lobo que se come al hijo después de haber devorado al padre, dijo el escriba, Ese lobo de que hablas ya se ha comido a mi padre, dijo Jesús, Entonces sólo falta que devore a ti, Y tú, en tu vida, fuiste comido, o devorado, No sólo comido y devorado, también vomitado, respondió el escriba".
Si el emperador Carlomagno no hubiese establecido en el norte de Alemania un monasterio, si ese monasterio no hubiese dado origen a la ciudad de Münster, si Münster no hubiese querido celebrar los 1.200 años de su fundación con una ópera sobre la pavorosa guerra que enfrentó en el siglo XVI a protestantes anabaptistas y católicos, el aprendiz no habría escrito la pieza de teatro que tituló "In Nomine Dei". Una vez más, sin otro auxilio que la pequeña luz de su razón, el aprendiz tuvo que penetrar en el oscuro laberinto de las creencias religiosas, ésas que con tanta facilidad llevan a los seres humanos a matar y a dejarse matar.
Y lo que vio fue nuevamente la máscara horrenda de la intolerancia, una intolerancia que en Münster alcanzó el paroxismo demencial, una intolerancia que insultaba la propia causa que ambas partes proclamaban defender. Porque no se trataba de una guerra en nombre de dos dioses enemigos sino de una guerra en nombre de un mismo dios. Ciegos por sus propias creencias, los anabaptistas y los católicos de Münster no fueron capaces de comprender la más clara de todas las evidencias: en el día del Juicio Final, cuando unos y otros se presenten a recibir el premio o el castigo que merecieron sus acciones en la tierra, Dios, si en sus decisiones se rige por algo parecido a la lógica humana, tendrá que recibir en el paraíso tanto a unos como a otros, por la simple razón de que unos y otros en El creían.
La terrible carnicería de Münster enseñó al aprendiz que al contrario de lo que prometieron las religiones nunca sirvieron para aproximar a los hombres y que la más absurda de todas las guerras es una guerra religiosa, teniendo en consideración que Dios no puede, aunque lo quisiese, declararse la guerra a sí mismo. Ciegos.El aprendiz pensó "Estamos ciegos", y se sentó a escribir el "Ensayo sobre la ceguera" para recordar a quien lo leyera que usamos perversamente la razón cuando humillamos la vida, que la dignidad del ser humano es insultada todos los días por los poderosos de nuestro mundo, que la mentira universal ocupó el lugar de las verdades plurales, que el hombre dejó de respetarse a sí mismo cuando perdió el respeto que debía a su semejante.
Después el aprendiz, como si intentara exorcizar a los monstruos engendrados por la ceguera de la razón, se puso a escribir la más simple de todas las historias: Una persona que busca a otra persona sólo porque ha comprendido que la vida no tiene nada más importante que pedir a un ser humano. El libro se llama "Todos los nombres". No escritos, todos nuestros nombres están allí. Los nombres de los vivos y los nombres de los muertos.
Termino. La voz que leyó estas páginas quiso ser el eco de las voces conjuntas de mis personajes. No tengo, pensándolo bien, más voz que la voz que ellos tuvieron. Perdonadme si os pareció poco esto que para mí es todo.