El reconocido psicoanalista José Eduardo Abadi cala hondo en esta gran entrevista, en el gen argentino. Habla del valor excesivo que le damos a los deseos y su relación con nuestros logros, fracasos y construcción comunitaria. La felicidad, el autocastigo, el facilismo y la envidia, emergen como símbolos de una cultura inconscientemente arraigada. Abadi ha escrito muy recomendables libros sobre las debilidades de la clase media argentina ("No somos tan buena gente" y "Tocar fondo") y sobre nuestra incontrolable adicción hacia la transgresión y la evasión de reglas ("Hecha la ley, hecha la trampa") - Mariano Morresi
“Siempre caemos en las trampas del pensamiento mágico”
“Los argentinos deseamos mucho, pero queremos menos”, afirma José Eduardo Abadi. “Estamos atrapados en el pensamiento mágico, que nos lleva a darles a nuestros deseos un valor desmesurado. La consecuencia de esto es que no ponemos en marcha la voluntad, el trabajo y el esfuerzo que son necesarios para alcanzar esas metas ideales.”
Abadi defiende el modelo de lo que denomina “el ser feliz”. Explica que consiste en la combinación armónica entre lo que se siente, lo que se piensa y lo que se hace. “Si nos planteamos metas que puedan ser alcanzadas, si renunciamos al regodeo y al placer morboso que se puede encontrar en el sufrimiento, y si relegamos las fantasías que nos llevan a callejones sin salida, la felicidad es posible”, insiste. Admite que hablar de felicidad en el país de la melancolía, del llanto y de la queja parece una idea demasiado ambiciosa. Más aún, dice, en tiempos en los que prevalece una cultura facilista.
También explica que en un mundo competitivo, en el que sólo tienen valor conceptos como trabajo, esfuerzo y perseverancia, nos estamos alejando de la invalorable satisfacción que tendría que proporcionarnos el deber cumplido y de la paz que deriva de alcanzar los objetivos propuestos.
En esta etapa de su producción intelectual, Abadi ha hecho de la felicidad el eje de sus reflexiones. Sostiene que hay que desprenderse de fórmulas simplificadoras para buscar la felicidad a partir del replanteo, que puede no estar exento de dolor, de metas y de logros. Dice que se trata de todo un programa de vida y que hasta podría convertirse en un programa de gobierno para un país que siempre ha sido demasiado afecto a los atajos, como la Argentina.
Acaba de publicar “De felicidad también se vive”, que integra una trilogía, donde Abadi enhebra reflexiones personales con definiciones sobre la felicidad realizadas por pensadores significativos. Con ello pretende resumir, en pocas líneas, siglos de sabiduría sobre esta búsqueda eterna.
- Usted habla de felicidad como un intento de coherencia interior entre los anhelos y la realidad. ¿Trabajamos los argentinos en esa dirección, tenemos esa vocación?
- Diría que no, porque somos una sociedad que se encuentra atrapada en el pensamiento mágico. Para convertir un deseo en un logro hay que poner en marcha la voluntad, el trabajo y el esfuerzo necesarios para alcanzar esas metas ideales. El pensamiento mágico nos lo impide. Entonces caemos en fantasías omnipotentes, en creer que somos dotados naturales, en una apología de la improvisación. Suplimos el esfuerzo por el facilismo, que nos conduce al fracaso, la depresión y el autocastigo. Peor aún: creemos que el esfuerzo es para los mediocres.
- ¿No somos suficientemente autocríticos?
- En ese pensamiento mágico vivimos prisioneros de la ilusión, pero esa ilusión no se sostiene y nos conduce a una tristeza paralizante o al autocastigo, que los argentinos confundimos con autocrítica. Esto pone en marcha una enorme desvalorización, que contribuye a lo que yo creo que es uno de los síntomas perniciosos de las clases medias urbanas: la envidia. La envidia consiste no en ambicionar lo que otro tiene y me gusta, sino en que el otro no tenga lo que a mí me falta. La envidia no estimula a mejorar las condiciones personales; más bien convoca a destruir los méritos del otro.
- ¿Por qué pasa esto?
- Esto ocurre por la desvalorización que está en juego, por el autocastigo y por la repetición de una experiencia de fracaso a partir de una premisa errada de que somos omnipotentes y privilegiados. Es una actitud muy infantil creer que hay una sola torta para repartir en vez de darse cuenta de que hay distintas tortas. Vista así, la envidia conspira contra una de las condiciones de la felicidad, que es el vínculo comunitario, la solidaridad con el semejante y la empatía: poder latir en conjunto. La envidia es uno de los mayores obstáculos para la felicidad.
- Pero no es una característica particularmente argentina, ¿o sí?
- Está en todo el mundo, pero hay determinadas sociedades donde aparece de un modo intenso. Cuánto tiene de eso la Argentina no lo sé, pero sí que aquí la envidia se da de un modo sintomático y patológico. Si a un argentino le va bien no lo dice, porque sabe que lo van a atacar, y si le va mal no lo dice, porque sabe que lo van a abandonar Esto genera hipocresía y lesiona uno de los puentes más importantes que hacen a la felicidad: la confianza. Robert Hughes dice que las sociedades que conspiran contra la felicidad en buena medida son aquellas que cultivan la cultura de la queja. Es sabido que existen corrientes o movimientos en la historia de la humanidad que repelen la felicidad, como los fundamentalismos religiosos y los dogmatismos políticos totalitarios, pero también hay pensamientos determinantes a lo largo de la historia que incluyen intrínsecamente el concepto de felicidad: Sócrates, Diógenes, Séneca, la Ilustración francesa, Freud y el psicoanálisis, el Mayo francés, con Marcuse a la cabeza, y algunos posmodernos, como Lipovetsky, Savater, Vattimo.
- Usted describe la felicidad como un estado, una manera de vivir y existir que incluye, también, momentos de tristeza y sufrimiento.
- Claro: los incluye, no los opone. La felicidad no debe ser entendida como el final de un camino, sino como un ejercicio permanente, y no la podemos pensar si no es en términos de semejantes. No podemos ser si no somos en relación con el otro.
- ¿No hay felicidad posible en términos exclusivamente personales?
- Si no incluimos el mundo, no estamos incluidos nosotros mismos.
-¿Cómo se aplica este principio a una sociedad tan individualista como la argentina?
-En la medida en que no logramos enlazar o encauzar armónicamente nuestra subjetividad con el destino colectivo quedamos aislados narcicísticamente, lo que es distinto de una individualidad responsable. La falta de solidaridad, la convicción de que sólo lo mío es lo que vale o importa, se refleja en la enorme conflictividad social, en la corrupción, en el caos del tránsito, en la transgresión de las normas de convivencia. Somos una sociedad, pero una sociedad sin comunidad, porque no confiamos en el otro, y si no confiamos jamás vamos a poder armar un proyecto de vida en común, que eso es una nación. La falta de comunidad nos lleva a la resignación patológica y a la violencia.
-¿Ve una salida?
-Yo intuyo que habrá una mayor conciencia de que muchas de nuestras conductas son sintomáticas y de que la fragilidad comunitaria conspira contra la felicidad. En esa mayor conciencia se ve un intento de repensar ciertas cosas. A partir de ahí se abre una esperanza.
Autor: Carmen María Ramos
Fuente: La Nación, miércoles 21 de noviembre de 2007
http://www.lanacion.com.ar/EdicionImpresa/cultura/nota.asp?nota_id=964080&pid=3537860&toi=5273
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